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sábado, 12 de enero de 2013

Lo Imposible


"Felicidad. (Del lat. felicĭtas, -ātis). f. Estado del ánimo que se complace en la posesión de un bien."

Con tan majestuosa simpleza define la Real Academia Española el más ansiado de esos estados a los que nuestro ánimo puede aspirar. Pero un buscador de tres pies no puede conciliar bien el sueño si no recurre de nuevo al maravilloso Buscón de la RAE para satisfacer su duda: ¿y a qué se refiere con un "bien"? La definición es bien sencilla: "Aquello que en sí mismo tiene el complemento de la perfección en su propio género, o lo que es objeto de la voluntad, la cual ni se mueve ni puede moverse sino por el bien, sea verdadero o aprehendido falsamente como tal". Después de leer semejante definición no he podido más que sentirme infeliz desde el momento en que he leído la definición hasta por fin comprender qué es ese bien que debo de poseer para complacer mi estado de ánimo.

Jerusalén es una ciudad milenaria, multicultural, activa, bulliciosa, casi efervescente. Te puedes embriagar por los vapores de tres religiones/culturas en cuestión de metros en la ciudad vieja y sobrevivir a su resaca bañándote en las aguas culturetas más laicas de la ciudad (que sí, también las hay, y muchas). A un turista o visitante de la ciudad, esto es precisamente lo que más le fascina, atrae y embelesa. Pero aquellos que vivimos la ciudad en el día a día hay un intento de refrán que aún no ha tomado forma y escuchas de mil y una maneras distintas y que viene a decir algo así como: "Jerusalén es impresionante: pero Tel Aviv es Tel Aviv". No hay que pensar mucho en el por qué de esta afirmación. Tel Aviv puede entenderse de mil maneras, pero quizás la más amplia pueda ser aquella que la presenta como ciudad donde se permite hacer todo aquello que está prohibido en Jerusalén. Tel Aviv apenas palidece al entrar el Shabbat, sus ciudadanos tienen fácil acceso a una inmensidad de alimentos "prohibidos" por quienes basen su dieta a aquello que la Torá les permita (kosher). Quizás para el sector más laico de Tel Aviv sea más fácil encontrar aquel bien que la RAE matiza se debe tener para alcanzar la felicidad, quien sabe si por la menor cantidad de restricciones, por la menor exposición a conflictos étnico-culturales, por ambos, por mil más o por ninguno de los anteriormente descritos.

Y la gente de Jerusalén ¿es feliz? lejos de ser una pregunta rara, este tipo de cuestiones suelen ser frecuentes entre extranjeros que visitan la ciudad y sufren esa borrachera y resaca de la que hablé antes en cuestión de un par de días. Y frente a una pregunta rara, una respuesta difícil: lo es, claro que lo es, pero a su modo. Algo tiene Jerusalén que atrae a la gente, más allá de la religión, más allá de movimientos sionistas. Quizás sea lo que hay o, todo lo contrario, lo que queda por hacer. Jerusalén es una ciudad milenaria que renace con el día a día. Los judíos ultraortodoxos (quizás una errónea imagen para el extranjero como representante de la ciudad) tienen más que motivos para golpearse en el pecho orgullosos de haber vuelto a la tierra de la que fueron expulsados hace ya dos milenios. Los sionistas más pretenciosos pueden sonreir al visitar la ciudad vieja sin restricción alguna. Los estudiantes universitarios gozan de un sistema educativo categorizado (si mal no recuerdo) en la posición 52 a nivel mundial. Estos no son más que ejemplos, pues es imposible encajar la sociedad jerusalemita en moldes, por cuantiosos que fueran. Entonces, ¿por qué cuando uno camina por la calle tiene la sensación de que el mundo está cabreado, de que la gente no interacciona entre ellos si no es para regañar, ladrar y moder?

Hace un par de días, Jerusalén apareció en los medios de comunicación nacionales por haber amanecido nevada como hacía años que no lo hacía (de hecho mi dormitorio, amueblado con un escritorio y algunas estantería de Ikea, parecía sacado de un catálogo de la gran casa de muebles sueca).  








Salvo los pobres gatos callejeros de la ciudad, no había nadie que no se echara a la calle a jugar. Por primera vez en los poco más de dos años que llevo en la ciudad, he visto a TODO el mundo en la calle sonreír. Todos parecíamos sacados del mundo de la navidad que Tim Burton creó en su "Pesadilla antes de Navidad".





Todo el mundo reía, jugaba, saltaba, gritaba de emoción. Los coches se paraban en mitad de la calle para ceder el paso a la multitud que no hacía sino jugar. Los haredim (judíos ultraortodoxos) salieron de su preciado Mea Shearim a tirar bolas de nieve a los coches que pasaban...e incluso los conductores les reían la gracia! (por lo general estas agregaciones de haredim suelen ser cerca de Shabbat y no son ton tan amigables cuando reclaman al ayuntamiento la prohibición de la circulación de coches en las proximidades de su barrio).





El tranvía no funcionó en las primeras horas de la mañana ¡y qué más da! nadie se quejaba como suele hacerlo cuando el tranvía se retrasa 15 minutos. ¡Había nieve en la calle! Como era de esperar, una vez el mundo se adaptó a la nieve, una vez la novedad se convirtió en rutina, ese sentimiento de felicidad generalizada por toda la ciudad se desvaneció a la velocidad a la que todos imaginamos lo hiciera la nieve en Oriente Medio.





Entonces, ¿qué nos hace felices? ¿por qué durante al menos una hora todo el mundo deja el agrio carácter individual a un lado para unirse a una felicidad colectiva contagiosa, casi viral? Y, quizás más importante aún, ¿hay algún modo de poder repetir esta experiencia sin limitarnos a lo que Eolo, Poseidón o José Antonio Maldonado nos dicten? Después de que con tan sólo un poco de agua cristalizada la gente reaccionara como lo hizo en esta ciudad, creo que es posible. Quizás el mundo tan sólo necesite algo impredecible y que rompa con la rutina que nos maniata. Es difícil, claro está, encontrar algo tan universal y a la vez neutral que pueda gustar a todo el mundo. Pero reduciendo el universo a tan sólo cuanto hay a nuestro alrededor (y, si cada uno de nosotros lo hiciera, las consecuencias individuales afectarían también a escala global) sí que es más fácil hacer feliz a la gente. Así que, ya sabéis, sed impredecibles. Decid lo que no se espera sea dicho. Haced lo que no piensan que seáis capaces de hacer. Id a donde no os esperen. Esperad lo que no pensaban que aguantaríais.  Haced de lo imposible, algo más que una película de Bayona.