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jueves, 24 de noviembre de 2011

Las ilusiones perdidas (por Concha Caballero)

Hay artículos que se escriben un día en un contexto determinado y, con el tiempo, aún guardan su frescura, la madurez y coherencia del contenido que un día resumió. Generalmente este tipo de textos se vanaglorian por haber encontrado "el secreto de la eterna juventud", el secreto para ser leído y entendido independientemente del tiempo transcurrido desde que fue publicado. Cuando este tipo de artículos denuncian una política o gestión (social, laboral, económica...) se convierten a su vez un arma poderosísima para  evaluar y criticar la gestión del país sobre ellas. Conviene, pues, desempolvar la hemeroteca (hoy en día mucho más fácil visitando los archivos subidos a la red de los respectivos periódicos) y recordar este tipo de artículos, para usarlos como termómetro para la gestión política y social realizada desde el momento en que se publicó esta "denuncia literaria".

El problema viene cuando los lectores de este tipo de artículos son aquellos directamente afectados por lo que se relata en él, y no aquellos que lo provocaron. Políticos, gestores, presidentes de agencias, rectores de universidades...todos los mandamases del mundo de la academia y las ciencias deberían de leer este artículo publicado hace ya más de un año en El País por Concha Caballero. Los "afectados" ya nos hemos encargado de divulgarlo por las redes sociales (aparentemente, único arma del pueblo que no llegan a controlar como ellos quisieran). Ahora es su turno. Que lo lean. Que lo relean. Que lo usen como texto para las escuelas para realizar "análisis de texto". Que vean quiénes son los sujetos, cuáles los predicados y quiénes los "complementos agentes" de las frases. Quizás, y sólo quizás, quienes tengan la oportunidad de mover un dedo para solucionar algo puedan si acaso pensárselo. Con esto, ya sería mucho más de lo que se está haciendo en el país.

No se van en trenes con maletas de cartón pero llevan sus bienes más preciados: un portátil, un móvil de última generación regalado por un familiar o conseguido a base de una lucha de puntos sin cuartel. Suelen tomar un vuelo de bajo coste, cazado pacientemente en las redes de Internet. Se van a hacer un máster, o han logrado una mal llamada beca Erasmus que costará a la familia la mitad de sus ahorros. Otras veces van a hacer de au-pair, de auxiliar de conversación, o a cualquier trabajo temporal. La familia va a despedirlos a la puerta de embarque y mientras se alejan disimularán unos su pena y otros su incipiente desamparo. "Es por poco tiempo -se dicen-. Dominarán el idioma, conocerán mundo... Regresarán en pocos meses".
Hasta hace poco era un privilegio de los nuevos tiempos que les permitía gozar de una libertad sin límites, de un mundo sin fronteras, de una capacidad casi infinita de aprendizaje... Hasta que llegó la crisis y la maleta pareció distinta, la espera en la fila de embarque más embarazosa, la despedida más triste y el fantasma de la ausencia definitiva más cercano.
No. No llevan maletas de cartón, ni hay aglomeraciones en el andén de la despedida. No se marchan en grupo, sino uno a uno. Aparentemente nada les obliga. Ha sido una cadena invisible de acontecimientos. Estuvieron allí hace unos años, o tienen una amiga que les ha informado de que puede encontrar algún trabajo con facilidad. No pagarán mucho, eso es seguro, pero podrán ganarse la vida con cierta facilidad... A fin de cuentas aquí no hay nada.
Y se marchan poco a poco, sin alboroto alguno. Un goteo incesante de savia nueva que sale sin ruido de nuestro país, desmintiendo la vieja quimera de que la historia es un caudal continuo de mejoras.
No hay estadísticas oficiales sobre ellos. Nadie sabe cuántos son ni adonde se dirigen. No se agrupan bajo el nombre oficial de emigrantes. Son, más bien, una microhistoria que se cuenta entre amigos y familiares. "Mi hija está en Berlín", "se ha marchado a Montpellier", "se fue a Dubai" son frases que escuchamos sin reparar en el significado exacto que comportan. Escapan a las estadísticas de la emigración porque suelen tener un nivel alto de estudios y no se corresponden con el perfil típico de lo que pensamos que es un emigrante. Quizá en las cuentas oficiales figuren como residentes en el extranjero, pero deberían aparecer como nuevos exiliados producto de la ceguera de nuestro país.
En los tiempos de crisis que detallan cada euro gastado nadie computa los centenares de miles de euros empleados en su formación y regalados a empresarios de más allá de nuestras fronteras con una torpeza sin límites, con una ignorancia sin parangón. Menos aún se cuantifican el esfuerzo de sus familias, las ilusiones perdidas y sus sueños rotos en mil pedazos.
No llevan maletas de cartón, pero componen un nuevo éxodo que azota especialmente a Andalucía, que dispersa a nuestros jóvenes por toda Europa y gran parte del mundo, que nos priva de su saber, de su aportación y de su compañía. Pero, aparentemente nadie se escandaliza por esta fuga de cerebros, lenta pero inexorable, que nos privará de muchos de nuestros mejores talentos. Nadie protesta por esta nueva oleada de exiliados que son una acusación silenciosa del fracaso y de engaño. Se van en silencio por el túnel de embarque en el que les alcanzará la melancolía por la pérdida temprana de su tierra.
No son, como dicen, una generación perdida para ellos mismos. No son los socorridos ni-nis que sirven para culpar a la juventud de su falta de empleo. Son una generación perdida para nuestro país y para nuestro futuro. Un tremendo error que pagaremos muy caro en forma de atraso, de empobrecimiento intelectual y técnico. Aunque todavía no lo sepamos.

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