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lunes, 16 de septiembre de 2013

Shanah tovah

Shanah tovah. Feliz año nuevo, se deseaba todo el mundo hace poco más de un par de semanas en Israel para este año que acaba de entrar según el calendario judío. Y es que el día 5 fue el gran día, su “noche vieja” o Rosh Hashana. Es curioso que toda civilización ha tratado siempre de dividir la continuidad del tiempo, la imparable fugacidad de nuestros días de modo que ya no podemos distinguir si lo hacemos para contabilizar el tiempo que llevamos en este mundo o el tiempo que nos queda hasta que él se deshaga de nosotros. Los egipcios lo dividían en base a los ciclos de inundaciones del valle del Nilo y así podían establecer las temporadas de siembra y colecta. Los romanos le daban nombre a los meses en honor a dioses (Marte, Juno…) o emperadores (Julio César, Augusto…). Los cristianos heredaron este último y decidieron poner el contador a cero comenzando cuando nació Jesús. Los judíos, en su calendario hebreo, al no aceptar la llegada del Mesías, deciden hacernos un poquito más viejos y añadir 3760 años más a la fecha cristiana para revelar la fecha en que todo comenzó (Génesis) (por cierto, que parece que todo comenzó un 7 de octubre del 3760 a.C, ¡hay mucho que celebrar ese día!). A los musulmanes hemos de agradecer el quitarnos unas cuantas patas de gallo al hacernos unos seis siglos más jóvenes por comenzar a contar desde el momento en que los musulmanes emigraron desde la Meca hasta Medina (Hijra o Hégira). Cada civilización ha decidido el inicio de su era por los más diversos motivos, pero todos han tenido la misma obsesión: decidir dónde comienza y dónde termina una unidad más de tiempo de nuestras vidas.

Memento mori. Tempus fugit. Carpe Diem. Mientras al tiempo se le ha representado históricamente como un reloj alado, a nosotros deberían de caricaturizarnos como un gato con botas de plomo tratando de cazar lagartijas. Igual de absurdos debemos de parecer a veces con nuestra obsesiva capacidad de recordar que tenemos que lograr lo que se espera de nosotros no hoy, sino ayer, y que esto suele ir generalmente en detrimento de lo que (quizás) realmente anhelamos. Y es que, paradójicamente, nuestra obsesión por el tiempo nos evita darnos un tiempo a nosotros mismos. Por esto mismo quizás celebremos tan vívidamente el inicio de un nuevo año y, quizás porque intuimos que el tiempo es continuo y nuestra división es de un modo u otro artificial, relacionamos el inicio de año nuevo con una nueva vida. Yo ya estoy cansado de decir que voy a comenzar una nueva etapa, de emprender nuevos caminos, de echar a volar. Miento. Me encantan sus consecuencias. Pero nos engañamos a nosotros mismos. Vida no hay más que una, caminos también. Se hace camino al andar, sí, el nuestro. Mi vida comenzó en un momento, y un momento ha pasado desde entonces. Toda pretensión de dividirla en partes quizás me ayude a organizarla, pero no a resolverla. Pronto comenzaré una nueva etapa, sí, pero seguirá siendo la misma que antes de venirme a este lado del Mediterráneo y la misma que cuando “la huesuda” venga a hacerme una visitica. Con sus más y sus menos, sí, pero mía.

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