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sábado, 5 de octubre de 2013

Las "trompetas" de Nachlaot

Añorar los pequeños detalles es una de las formas más hermosas de recordar un sitio, una persona, un momento. Esos recuerdos que despiertan en ti esa "saudade" que tanto gusta en los fados, esa morriña que sólo los gallegos saben pronunciar con tal encanto que casi les abrazas cada vez que terminan de pronunciar la palabra.

Una parte de esos pequeños detalles o recuerdos los tengo hoy día almacenados en papel en algún rincón escondido de mi cuarto. Desde notas escritas entre amigos en el colegio para evitar ser vistos por el maestro (o para sobrevivir a la lección del día) hasta cuadernos de notas. Así que, gracias a  Diógenes y al arquitecto de casa, rescaté de las tinieblas de mi armario algo que escribí cuando aún tenía ese felpudo entre labios y nariz que los adolescentes (en un sentimiento contradictorio entre orgullo y vergüenza) ya llaman "bigote". Algún día durante esa querida-maldita edad hice una pequeña introspección. Era algo redactado a caballo entre tragicomedia shakesperiana y noticia del diario 20 Minutos. Leerte en el futuro te reconcilia con ese "yo" del que muchas veces has sentido lástima en el pasado. En este caso escribí sobre qué pensaba que iba a añorar de mi tierra en el momento en que tuviera que partir. Paradojas del destino. Parecía un trabajo de clase que él mismo encomendó para prepararme para lo que iba a vivir en años venideros. La forma hoy día es, quizás, lo de menos. El contenido, sin embargo, estaba lleno de pequeños detalles, de aquellos minúsculos estímulos que pasan desapercibidos pero que quedan grabados en la memoria. Esos candidatos para sacar a la luz mediante palabras inconexas y sinsentidos que diré cuando ya haya perdido la cabeza (del todo) en mis últimos días. ¿Qué podía, pues, añorar un joven adolescente de su ciudad natal? La noche en calma. En casa. En cama. Todos durmiendo salvo dos iconos de nuestra cultura: la catedral y mi padre. La primera se hacía notar cada cuarto de hora y horas en punto, tanto en noches de vigilia como entre sueños. El segundo pasaba más desapercibido, fumando su tabaco negro que el aire se encargaba de colarlo en mi cuarto y leyendo, ¿quién sabe?, quizás también algo que él mismo escribió décadas atrás.

Pequeños detalles son los que al final moldean nuestras vidas. Una canción que invoca a una época de tu vida. Un olor que aún te hace sonreír. Un sonido que genera una reacción en cadena de conexiones neuronales trayendo a tu cabeza una ingente cantidad de recuerdos. Fue ayer, precisamente un sonido, quien me hizo adelantarme a los acontecimientos. Ayer pude reconocer cuál de estos recuerdos me llevaré en algún rincón escondido de mi memoria y aflorará tan sólo cuando algún estímulo caprichoso lo desee.  Mi barrio, Nachlaot, es un crisol de culturas y modos de vida. Artistas, bohemios, religiosos, laicos...todos conviviendo en un barrio fundado por una comunidad judía siria en el siglo XIX. Es uno de los barrios donde aún se intenta mantener la tradición heredada desde tiempos del Segundo Templo según la cual se hacían sonar las trompetas (shofar) para dar a conocer la entrada de Shabbat ("Tocad la trompeta en la nueva luna, en el día señalado, en el día de nuestra fiesta solemne"; Salmos, 81:3). Hoy día nadie se deja sus pulmones innecesariamente, pero reproducen un sonido similar por unos altavoces situados en las sinagogas. Este sonido, este pequeño detalle que caracteriza a una religión por la que no comulgo, me hizo sentir esa saudade y morriña aun antes de haber partido. Ayer, al oírlo, me di cuenta de que tan sólo volveré a oírlo de nuevo tres veces más. Después marcharé. Y sé que el sonido del shofar será mi humo de tabaco negro y mis campanas en Tierra Santa.

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